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Agencia Tours Desierto de Atacama
Nos vamos de tour por el desierto más árido del mundo, el de Atacama
Publicado el 07, Septiembre 2016

El volcán Licancabur, de 5.916 metros de altitud es un cono perfecto. Si hay algún lugar donde buscar figuras geométricas es en un desierto. Yo he visto el gran cono desde San Pedro de Atacama, en la región norteña de Chile llamada, largamente, Antofagasta.

 

Veía el volcán Licancabur y el más activo volcánLáscar (5.154 metros sobre el mar) desde un punto cualquiera de esta región, punto cualquiera, a su vez, de los 105.000 kilómetros cuadrados del desierto de Atacama.

Me han dicho y he leído que es el desierto más árido del mundo. No me he detenido a hacer mediciones, pero el dato no es inverosímil. Está el gran cono, pues, un tanto solitario, fiel a la limpieza de su forma geométrica, y detrás la gran cordillera. La altura de los males de altura de los Andes. Un hombre muy serio con gafas ahumadas, organizador de aventuras, me habló, tomando algo en la terraza del Alto Atacama Desert Lodge de cruzar en jeep más allá del Licancabur, a la región colindante de Potosí, en Bolivia, para ver el salar de Uyuni y los vastos páramos del altiplano. En fin, después de meditar, dejé que el jeep siguiera sin mí. Me quedé en los 2.500 metros sobre el nivel del mar del blanco pueblo.

Desde San Pedro de Atacama, pueblo-oasis, sacudido por el sol y el polvo, salen estos jeeps cargados con mochileros con pastillas para el dolor de cabeza y tolerancia para los menos 10 grados de temperatura. Yo me quedé en San Pedro, entre el perfecto Awasi Hotel, de ocho bungalows de adobe, encastillado en la misma población, y, después, dentro de un precioso cañón de tierra roja, más alejado de San Pedro, en una ribera, en el Alto Atacama Desert Lodge. Con un clima propicio: iba preparado para el desierto, con colores caqui. Vi los géiseres de Tatio, vi los flamencos andinos de la laguna Chaxa, el impresionante valle de la Luna (hay, claro, turistas camarógrafos inmortalizándose en el atardecer), y he visto, desde un jeep, bien informado por mi guía Pamela, del Awasi, las vicuñas y llamas pastando no sé qué hierba precaria en la planicie. No vi naves envueltas en llamas más allá de Orión, lo admito. De hecho, no vi la constelación Orión. Sí la de Escorpio, en todo su esplendor, de hecho. En los desiertos la limpieza del cielo atrae a los astrónomos. Está cerca de allí el observatorio ALMA. Junto al telescopio, pensé en 'El hacedor de estrellas', de Olaf Stapledon. Pero no ascendí. Más bien las estrellas habían descendido.

A lo lejos, tormentas eléctricas en los Andes. Allá por Argentina, relumbraban. Últimamente frecuento un libro de título un tanto lamentable, 'Chile o una loca geografía' (1940). El autor, literato chileno, se llama Benjamín Subercaseaux. Permítanme una cita de este clásico nacional: “En el verano suelen llegar enormes masas de nubes que se desgarran a lo largo de los precipicios, se acumulan en los valles y terminan por resolverse en una lluvia torrencial acompañada de truenos y relámpagos. Es una verdadera locura eléctrica que va repitiendo sus ecos por los cajones y mesetas, poniendo en fuga a los guanacos, obscureciendo el cielo como en una noche del fin del mundo”. Subercaseaux (un nombre propio sólo comparable a “Antofagasta”, que sólo se lanzaría a pronunciar un asmático muy temerario), quizá estuvo en esas largas montañas. Pero su aspecto no es muy de mochilero. En el, insisto, perfecto restaurante de Juan Pablo Mardones, en el patio interior de Awasi, o en las piscinas del, de nuevo, perfecto Alto Atacama no accedí a semejantes vertientes de clima convulso. 

En ese lado de los Andes caen grandes lluvias. El agua se filtra a través de las montañas, y después, abajo, en el desierto más accesible, florecen las lagunas de sal. Hay que admitir algo de capricho en el hecho de que estas lagunas, ricas en el pequeño crustáceo llamado artemia salina, tengamos grandes bandadas de flamencos. El agua se evapora, y quedan ásperos penachos de sal petrificada en la planicie. El suelo está lleno de sorpresas en esa región. Para empezar, tenemos el relieve, de lava vieja, pizarra y arenas. Por allá corretean las vizcachas (un voluminoso roedor desértico) y el ñandú (la avestruz sudamericana). Además, desde el XIX, se explota el subsuelo: es un desierto riquísimo en cobre, hierro, litio... Otro artículo, y seguramente, otro autor, merecería la arqueología. Mi autor de cabecera chileno dice que la antiquísima raza atacameña es “la más honesta y fuerte”. Le encantaban también los indios chilotas, del sur.

No vi Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Hice un trayecto memorable, con la gran Pamela, por la quebrada de los expresivos cactus “cardones”, altos como tres volatineros circenses corpulentos subidos unos encima de otros, en el cañón de Guatín: como un fresco vergel en la quebrada ribereña, abierta entre la lava y guarecida, a la sombra del tenaz desierto. Con los muchachos del Alto Atacama hice un picnic junto a la laguna salada del Céjar, en un ámbito blanquísimo, sin jirón alguno de sombra. Preferí flotar, en agua salada, antes que visitar el Museo arqueológico del Padre Le Paige, en San Pedro. Qué puedo decir, dejé escapar excursiones. Vi Escorpio, pero no estaba Orión. En realidad, las propuestas son variopintas. Los jeeps, los turistas de paso, las carreteras que se alejan del pueblo…

La gente de San Pedro habla, con cierto escándalo, según escuché, de fiestas clandestinas de mochileros de paso en Atacama, en las afueras, bajo las estrellas, bajo el gran Licancabur. Ignoro si las orgías y las tremendas peleas beodas de las que hablan allí se suben luego a Instagram, en otro amanecer inmortal. El clima del desierto es propicio: nada que ver con el relato de aquel hombre serio que me hablaba de las muchas penalidades que pasaría “arriba”, mientras bebía cerveza Austral en la terraza del Alto Atacama. Pensé en las penalidades del conquistador español Pedro de Almagro, que con 500 soldados y una decena de miles de indios yanaconas anduvo por las alturas, en busca del oro de los incas. Lo imaginé en el Paso de San Francisco, sin pastillas para el mal de altura. Desde las terrazas del Awasi, desde el Alto Atacama miraba por la noche el cielo. También el cielo, despejado de nubes (inexistentes allí, por lo demás), y con el sol ausente, es propicio para buscar geometrías. Brindé por los aventureros del jeep en mi solaz de tumbona.